
Pobre Michelito, condenado por su entorno familiar a convertirse en asesino a tan tierna edad. Marcado como torero a los diez años de vida, a una edad en la que no se posee una voluntad libre, en la que nuestros gustos, valores, principios no son sino mero reflejo de aquello que nos rodea. Estremece pensar que el hecho de nacer y criarse en un entorno cinegético, taurino....determina decisivamente no sólo a Michelito, sino a todo aquél que tenga la desgracia de encontrarse en su posición; somos primates, y como tales, nuestros primeros años de aprendizaje son indefectiblemente de carácter mimético,al succionar pasivamente los principios de aquéllos que nos son más próximos.No es realista concebir a un vástago de jesulín, de Paquirri, clamando a los diez años por los derechos de los animales, de la misma manera que nos resultaría insólito imaginar a un niño rebelándose enérgicamente contra la dieta impuesta por sus progenitores vegetarianos. Y esto me genera una incómoda sensación de náufrago, víctima irremediable de la caprichosa dirección que tomen los vientos. Cierto es que ya hace bastantes siglos el ilustre Spinoza argumentó de forma brillante que la idea que poseemos de libre albedrío es en realidad ilusoria, y que en la práctica, la mayor parte de nuestro comportamiento está determinado por una compleja red de factores de la mayoría de los cuales no somos siquiera conscientes. Pero Michelito crecerá, llegará a una edad adulta en la que el menos en teoría será capaz de poner en cuestión los valores recibidos y elegir cuáles han de regir su vida. No es probable, pues lo habitual es que esos principios que hemos mamado sigan condicionándonos, pero es necesario reivindicar ese resquicio de libertad que nos haga pasar por un auténtico tamiz crítico el software ético que nos fue inculcado a lo largo de nuestra infancia. Qué deseable sería que en determinado momento de nuestra vida nos detuviéramos a valorar críticamente las normas por las que nos regimos de una manera tan desesperantemente automática. Una vida no examinada no merece la pena ser vivida, escribió Aristóteles. Guardemos, pues todos los improperios que teníamos preparados para ese pobre niño torero, y reservémoslos para cuando tenga que cargar con su adultez. Entonces sí será responsable.